Infiltrados
(Artículo publicado el sábado, 18 de mayo, en diarios del grupo Prensa Ibérica)
Lo peor
de una película de tensión es intuir su final. Lo peor de un concurso es
conocer de antemano quién es el ganador. Lo malo de un programa es que veas uno
y no tener gana de ver más porque sabes no sólo cómo se desarrollará sino que
te puedes imaginar el final, por supuesto carente de intriga. Hablo de El jefe infiltrado, que volvió hace unas
entregas a La Sexta el jueves por la noche. Si me apuran, te mantiene más
alerta ¿Te lo vas a comer?, también
en La Sexta, los miércoles, por ver a qué colegio, residencia, u hospital
público va Alberto Chicote, se hace
con los menús, y les saca los colores al equipo directivo por la calidad de la
comida, por su elaboración, o por vaya usted a saber, que el cocinero parece un
torillo embistiendo y no se rinde con facilidad. La otra noche le decía a Pablo Motos que se ha tirado los dos
meses de grabación de estas nuevas entregas llorando porque ha visto lo que
jamás podía imaginar.
Lo malo
de El jefe infiltrado es su matemático
formato. Se presenta la empresa, el jefe o la jefa ve que hay secciones que no
acaban de funcionar bien, y para conocerlas sin que nadie se lo cuente, el
señor o la señora, los dueños del negocio, se transforman en otra persona para
infiltrarse en su propia compañía y codearse con los trabajadores. Siempre es
igual, lógico. Luego dan con un trabajador, que tampoco depara sorpresas. Tiene
sus vicios, sus malos modos, su intransigencia, incluso se ha desviado tanto
del sello de la marca que su jefe se siente tentado a echarlo, pero en el fondo
es un tipo de primera. Luego viene la charla personal, las lágrimas, y luego,
ya en el despacho, la revelación, “soy tu jefe”, la regañina, y el premio por
ser tan buen trabajador. Siempre igual.
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