jueves, 28 de abril de 2016

Maldeojos. La embajada



La embajada
(Artículo publicado el martes, 26 de abril, en diarios de EPI PRESS)

      Ya he visto La embajada, que estrenó anoche Antena 3 después de promocionarla en sus programas con pequeños avances. Vi La embajada la noche que se pasó en el teatro Circo de Albacete como colofón de la edición de primavera del FesTVal. El teatro, lleno. Ni un hueco. Los protagonistas, sobre el escenario. De Belén Rueda a Alicia Borrachero, de Abel Folk a Maxi Iglesias, entrando en una madurez espléndida y bella. La productora, Bambú, que tantos buenos trabajos realiza para la cadena. La embajada es la embajada española en Bangkok, capital de Tailandia. Un nido de corruptelas donde la superficie del río tapa la podredumbre que corre a unos centímetros más abajo. En ella vemos a una espléndida Belén Rueda, esposa del embajador, y a un espléndido Abel Folk, el embajador.

      La historia arranca con la detención del embajador. Y con el conflicto amoroso que se establece en los principales personajes, la mayoría tocados por la pulga jodida de la ambición humana sin medida. El primer capítulo a veces es una exhibición de tópicos sin sorpresa, incluso hay momentos en que nada de lo que pasa te resulta atractivo. Pero el trabajo es notable, y apunta maneras. No, no esperen el brío y la reflexión en torno al poder, la política y la corrupción de House of cards, no va por ahí esta ficción -¿será un culebrón?-. Pero tampoco es un producto de segunda. Vi el estreno sentado detrás de un grupito de críticos de televisión que van de divinos, esos que ríen con ostentación para demostrar su desprecio por lo que ven. Patéticos. Vean La embajada, por ahora los lunes, enfrentada a Bertín –anoche con Agatha Ruiz de la Pava-. Ya me contarán.

miércoles, 27 de abril de 2016

Maldeojos. Monjas y gitanos



Monjas y gitanos
(Artículo publicado el domingo, 24 de abril, en diarios de EPI PRESS)

     Cuatro exprimió hasta el tuétano al llamado “colectivo gitano” en su ofensivo producto Los Gipsy King, una kermés que, con apariencia de ensalzar las costumbres gitanas, lo que hace es ridiculizar a quien saca porque los guionistas los convierten en payasos para divertir a los payos, que se quedan locos viendo los disparates a los que someten a las familias que se prestan a ese carnaval humillante. Así no son los gitanos. Los gitanos de Los Gipsy King son gitanos de vodevil, gitanos ricos que se prestan a perpetuar justo lo que colectivos gitanos concienciados tratan de erradicar como paradigma de grupo. En Los Gipsy King, que hace unas semanas finalizó su segunda temporada, se da la imagen de una gente burra, inculta hasta el ridículo, machista hasta la ilegalidad, estúpida, cerril y racista que vive al margen de todo y de todos, y vale, puede que algunos gitanos sean así, pero está claro que el programa no pretende indagar en su realidad, aunque, lo que son las cosas, Los Gipsy King está catalogado como un “reallity”.  Es mentira. No tiene nada que ver con la realidad. Parte de la realidad de las cuatro familias elegidas, que viven en un exceso que cansa incluso sin moverte de casa. Sobre este asunto, sobre el trato que el programa da a los gitanos, me ha escrito gente gitana contándome que ven el programa con indignación, sintiéndose humillados, maltratados, vejados, que existe otra realidad. Los Gipsy King lo mete todo en el saco del espectáculo, sin más. Está claro que no es un documental, que no es un reportaje sobre los gitanos, que no trata de analizar la cara b, pero de ahí a caricaturizar con mala leche a los que sacan es un dolor. Hace unos días, el Consejo Estatal del Pueblo Gitano puso en circulación un vídeo cuya consigna no deja lugar a dudas, “la telebasura no es realidad”. El dardo, dolorido y por supuesto envenenado, iba dirigido contra Mediaset, contra Cuatro. 

A nivel de dios
Ahora, la mano que hurga en el cubo de detritos, mece la cuna de la religión. Para eso ha quedado el catolicismo. Para echar unas risas, como los gitanos de arriba. Quiero ser monja es un bodrio de programa, una infamia televisiva, un dolor se mire por donde se mire. A ritmo de música del demonio la voz del narrador presenta, como se presentan las jacas en una feria, a Janet, Jaqui, Juleysi –por los clavos de Cristo que hay gente que se llama así- Paloma, y María Fernanda, porque “han sentido la llamada a la vida religiosa”. Las visten con faldita negra, estrecha, y camisa blanca, estrecha, y a la noche, iluminadas como por velas conventuales, ante el crucifijo, se santiguan y les hacen decir chorradas del tipo “siento que dios me está hablando al corazón, así que ya sé más o menos qué camino tengo que tomar”. Genial. Lleva cinco minutos entre hábitos y ya lo tiene claro. Otra, la tal Juleysi, dice que “a nivel de dios, Alberto está por aquí”, según la escala que forma con sus manitas, o sea, un poquito más abajo. ¿A nivel de dios? Yo creo que esta gente toma algo. En serio. Paloma dice que cuando está en la playa, cerca del mar, siente como si la abrazara dios, y se estremece. Esta, a “nivel de” cuelgue, va también como dios. En su loca carrera al sinsentido asegura que sabe que dios está muy complacido porque ella siga los votos de obediencia y castidad. El dios de Palomita no quiere, según la chica, intercambio de fluidos. Nada de ñaca ñaca, nada de ponte así que te voy a poner mirando a Cuenca. ¿De verdad que dios, algún dios, se complace con que estemos a dos velas? ¿Qué clase de divinidad es esa? Quiero ser monja es una de las afrentas más gordas que se le ha hecho en televisión al catolicismo. En serio. Si han echado mano hasta ahora de famosillos en apuros que cagan detrás de una palmera en una playa hondureña, han echado mano de zopencos analfabetos que encierran en una casa para que Mercedes Milá gane un pastón y ponga caras de ordinaria a la altura del vertedero, o se han cebado con los gitanos, ahora le toca el turno a cinco señoritas -¿de agencia?- para que, disfrazadas de monja, suelten paridas en nombre de dios.

Sor Lucía, la guía
El pobre director del formato, el joven José Rueda –director también de Los reyes del empeño, vaya tela-, asegura que Quiero ser monja huye del morbo, del amarillismo, y que las congregaciones religiosas entendieron enseguida que no hacían el programa para desprestigiar ni criticar la religión. No hace falta, querido. O salen monjas, o tronistas. Las monjas profesionales entendieron, recuerda el director, que el programa quería acercar la religión a la gente y que entregar la vida a dios es de lo más normal. ¿Cómo? ¿Entregar la vida a alguien que es una entelequia, que sólo existe en el corazón del que cree, es normal? ¿Y para qué quiere ese ser que le entregues tu vida? Esto, como he leído por ahí, es un Cura, monjas, y viceversa. El dios de esta gente es tan exigente que en su nombre, una monja profesional, que actúa como su portavoz, les dice que tienen que entregar lo que más quieren para poder seguir a Jesús. Y les pide el móvil. Oh, no. Esto va en serio. Cuando la dulce monjita tiene el botín, con una sonrisa perversa, las mira y suelta la bomba, “tranquilas, que esto es una ofrenda también a ÉL”. Lo escribo así, son mayúsculas, porque sus ojillos miraron al cielo, buscándolo en el artesonado del techo. Si en Los Gipsy King o en Palabra de gitano vimos y escuchamos cosas que no podíamos creer, y que tanta gracia hacían, en Quiero ser monja la linde entre la sensatez y la irreverencia, entre la creencia y el disparate, entre el recogimiento y la blasfemia es tan sutil que la escena del requisado de móviles acaba con la frase gloriosa de la monja alférez diciendo que la caja se pondrá a los pies del señor. Insisto. ¿Qué toman? Sólo han empezado su carrera televisiva. O portada de Interviú o asiento en Sálvame. O monjas tertulianas, como Sor Lucía Caram, que además de la llamada de su dios entendió la llamada de Mediaset. Y ahí está, como una bala.

La guinda
Rita, Rita
Ese juez no se entera. Mira que pedirle al Supremo que impute a la doña por blanqueo de capitales. La Bien Cardada, Rita Barberá, es inocente. De todo. ¿O es que no la escuchó nadie el día que, con gesto sobrado, con sonrisita ladeada de ladina y picarona, lo anunció y repitió mil veces? Soy inocente, decía, además de hacernos creer que no es dios. Las teles hacían guardia el jueves en su portal. Pero la diosa, esquiva, no apareció.

martes, 26 de abril de 2016

Maldeojos. El Príncipe



El Príncipe
(Artículo publicado el sábado, 23 de abril, en diarios de EPI PRESS)

      Final apoteósico. Si se descuidan los creadores, César Benítez y Aitor Gabilondo, caen hasta ellos de un disparo mal salido de los muchos que escuchamos en el último capítulo de El Príncipe, que vieron la noche del miércoles más de 5 millones, un dato apabullante. De la escabechina destaca la muerte de Fran, inspector de policía al que da vida José Coronado, Khaled, el terrorista que pasaba por empresario, interpretado por Stany Coppet, y Fátima, Hiba Abouk, esposa de Khaled pero enamorada del inspector Morey, Álex González. Han sido, si no cuento mal, 31 capítulos, la misma cantidad de veces que el protagonista, Álex González, se ha quitado la camisa y ha enseñado lomo. Hasta en el último, agonizando Fátima en la playa, y tal como se dijo en el primero, en el Príncipe todo acaba en agua salada, en lágrimas o en el fondo del mar.

     Fue un capítulo intenso que la cadena supo coronar con esas entregas que ahora se han puesto de moda. Abrir boca con cebos sobre el capítulo a emitir, y cerrar la noche con el “cómo se hizo el capítulo”. Siempre me ha gustado esa parte de la ficción. Cuando me la he bebido quiero ver el otro lado de la magia. Es cuando hablan los actores sobre su trabajo, sobre las condiciones climáticas, cuando los decoradores nos muestran la pared de cartón y vemos en primer plano el lío de cámaras, monitores, maquilladores, sastres, iluminadores y los cromas con los que nos engañan convirtiendo la nada en un asombro. Con estos epílogos –Dentro de El Príncipe- disfruto como un niño. Vi fascinado cómo se hicieron las escenas de la playa, con la cámara acuática, con el croma simulando estar en el mar de Ceuta, y con el dron sobrevolando el drama de los amantes. Apoteósico.


lunes, 25 de abril de 2016

Maldeojos. Tortillera



Tortillera
(Artículo publicado el jueves, 21 de abril, en diarios de EPI PRESS)

     Tortillera es un adjetivo mejicano relativo a la tortilla de maíz. En El Salvador, en Honduras, en Guatemala, y en Nicaragua, además, es la mujer que hace tortillas, sobre todo de maíz, o tortillero, si es un hombre. Otra acepción, quizá la única que conocemos en España, y en ese sentido la usamos, es para referirnos a una lesbiana, acepción que la RAE considera como despectiva y vulgar. La otra tarde, en Pasapalabra, concurso que a diario presenta Christian Gálvez, una de las preguntas para rellenar el rosco decía así, con la T, poéticamente, mujer homosexual. El concursante, sin pensarlo, raudo y como el que sabe que no hay fallo, contestó, tortillera. Silencio en la sala. Tensión. Noooo. La respuesta es “tríbada”. Del griego, tribo, frotar. El concursante no dijo tortillera ni en sentido vulgar ni despectivo, y se dio cuenta del error al instante.

    Tríbada no es una palabra de uso corriente para referirse a una lesbiana. Hay que hacer memoria para acordarse del libro del murciano Miguel Espinosa, La tríbada falsaria, de 1980, para tener algún referente literario concreto. Seguro que habrá otros, pero el de Espinosa, por la sonoridad y sugestión, es el que me vino a la cabeza. Me pregunto qué hubiera contestado yo en el mismo concurso, por cierto, quizá el único oasis respirable de Telecinco, tal vez de los pocos programas a los que aún no ha llegado el hedor que despide el resto de su programación. Quizá hubiera contestado igual, tortillera, aunque no encajara con la exigencia de ser un término poético. De lo que estoy seguro es de que jamás hubiera dicho tríbada, por hermosa que sea la esdrújula. Jamás he dicho tríbada para referirme a una lesbiana. Reivindico tortillera, justo para despojarle lo despectivo.



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domingo, 24 de abril de 2016

Maldeojos. De pilinguis



De pilinguis
(Artículo publicado el martes, 19 de abril, en diarios de EPI PRESS)

     Nos vamos de putas. Cuatro se va de putas. Otra vez. En realidad la cadena no sale del prostíbulo, lo mires por donde lo mires. Así lleva un tiempo que ya cansa, chatos. Hay que cambiar, troncos. Hay que dejar a la audiencia que se cambie de gayumbos, que si no, huele. El semen retestinado apesta la casa. Cuatro huele a semen de puterío barato, a pilingui de esquina y nave al lado de la autovía con neones de corazoncitos y labios entreabiertos para atraer al barrigón de la zona, al inmigrante que acaba de cobrar 30 euros, al marido que echa un polvo antes de llegar a casa. En su estreno de la nueva temporada de 21 días se fue de putas. Pesaditos, ¿no? No sé muy bien qué podemos saber de un lupanar que no sepamos. Por si acaso, en uno de ellos hicieron el teatro porque “no es lo mismo contarlo que vivirlo”, decía la primera “lumi” del formato.

   Cuando se estrenó tuvo su gracia. Parecía algo rompedor, llegabas a creerte los apuros que vivía la reportera, y eso que tenía tendencia al histrionismo, pero enseguida cayó el telón y se desveló que los temas de interés de 21 días tenían un sello común, morbo por encima de cualquier otro aspecto. Cuatro ha activado de nuevo la maquinaria, y en su sétima temporada, para que nadie tenga dudas y se sienta como en casa, hala, todos de putas. ¿Nada ha cambiado? Sí, la presentadora. A la pobre Maritxell Martorell le han dado las mismas órdenes que le dieron a la pizpireta Samanta Villar y a Adela Úcar, traedme, decía el jefazo repantingado en su mesa, carne fresca, olor a pilingui barata. Por eso, en su estreno, Maritxell y su camarita fingieron vivir 21 días como putas el viernes. La basura, y la misma martingala, huelen fatal.