Quemando iglesias
(Artículo publicado el sábado, 5 de octubre, en diarios del grupo Prensa Ibérica)
El jueves por la
tarde tenía previsto un largo viaje, ese tipo de viajes que se convierten por
una serie de hechos en algo muy importante, y estaba un poco nervioso, el
nervio de la ilusión, con los nervios infantiles que toda aventura produce, así
que lo pensé y lo hice. Me fui al chino del pueblo de al lado –en mi pueblo aún
no hay chino- y compré lo necesario –gasolina, mecheros gordos, gasas
esponjosas-, lo metí todo en el coche, y oh, dónde va a parar, empecé a
sentirme bien –claro que en mi pueblo hay gasolina, mecha, y mecheros, pero
luego, si me pillan, no puedo decir que no fui yo-. Total, que como el Valle de
los Caídos, el valle en sí de aquellas tierras me pillaba lejos, me eché al
monte y por mi zona y alrededores encontré sosiego a mi ansia viva. Perdí la
cuenta. Pero así, sin afinar mucho, arrasé con lo que pude. Creo que diez o
doce, seguro.
Quemé iglesias,
aunque me salió una piedad desconocida y avisé –débil que en el fondo es uno- a
las beatas que murmuraban arrodilladas, arrasé algunas ermitas sobre los cerros
que rodean el paisaje que tanto amo procurando antes romper con piocha los
brazos, la cara, el cuerpo entero de las vírgenes que sacan los catetos en la
romería anual, y por supuesto entré en la casa de los curas al grito de “sal si
tienes cojones” para, acobardados como ratillas acorraladas, disfrutar al
verlos arder rociándolos con el resto, poco, de gasolina que me quedaba. Eso hice en apenas unas horas cegado por la
excitación de las imágenes pornográficas que pasó Antonio García Ferreras de Isabel
Díaz Ayuso y su vice madrileño, Ignacio
Aguado, PP y Cs, preguntándose si las iglesias arderían como en el 36. ¿En
serio que estos pavos dirigen una autonomía?
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