martes, 12 de marzo de 2013

El origen del mundo. El niño del zoco. Martes, 12 de marzo de 2013



El niño del zoco

      Crucé la muralla por una de las puertas que dan al mercadillo de frutas y verduras, donde los campesinos traen en burros sus cosechas recién cortadas, expuestas con un primor de comerciante altivo seguro de lo que vende. El humo azul de los fogones iba y venía con el aire en remolinos que se filtraban por los techados de cañizo que cubrían la calle amortiguando el sol de la tarde. Me parecía verdad que me iba a comer el trozo de hígado asado que me brindaba el dueño del diminuto cafetín, cuando ni siquiera tenía certeza de que el agua atravesara mi garganta, que carraspeaba aún para limpiar el polvo que me había tragado en la explanada de tierra donde carretas, mulos, burros, bicis, y taxis levantaban sahumerios de tormenta. Deseaba encontrar un rincón tranquilo en una de las callejuelas que da a esa calle principal para descansar un rato, dejar que pasara el calor, tal vez dormitar sin que nadie me molestara. Frente a la entrada de una mezquita, en un callejón de apenas dos metros de ancho, me senté. Aunque el bullicio no cesaba en la vía principal, una cuesta serpenteante a la que abrían sus puertas comercios de todo tipo, en este callejón encontré un poyete para descansar a la sombra. Un tropel de críos se oyó al fondo, en la penumbra de la callecita. Reían, se tropezaban, y llamaban a los rezagados por su nombre. Luego volvían sobre sus pasos y se alejaban de donde me encontraba sumidos de nuevo por una oscuridad total, como de cueva, agradecido de volver a la tranquilidad que fui buscando.  Creo que me quedé traspuesto con la espalda apoyada en la pared, la cabeza inclinada sobre el libro abierto entre mis manos, y el sabio fresco que llegaba de las viviendas más profundas de aquella arquitectura de adobe enmarañado y sin tiempo. Un murmullo de risas infantiles me espabiló. Me había quedado frito. Quizá cinco minutos, media hora, no sé. Enfrente, sentados a la puerta de la mezquita, en el escalón más alto, un grupo de niños y niñas de no más de doce años. Sin mover la cabeza, mirando desde mis gafas de sol, como si aún dormitara, me quedé paralizado. En mitad del corro de críos, otro de unos quince años, con el pelo rizado y una sonrisa de diablillo venerado, organizaba el turno para que tocaran con devoto candor su flauta, una polla que los demás besaban, movían, y chupaban con bruscas acometidas entre risotadas, jugando a descubrir un mundo que les fascinaba sin saber aún por qué. La polla del niño no era grande, era un despropósito que le rozaba la tetilla.

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