lunes, 4 de marzo de 2013

El origen del mundo. El milagro de la sala X



El milagro de la sala X

      Hacía tanto tiempo que ni se acordaba desde cuándo no se le empinaba. Pero se pulía la pensión yendo cada día a la Sala X para ver en otros un fuego llameante que en él ya no era ni rescoldo. Torpe, contrariado por la humillación de haber claudicado en el uso del bastón, llegaba al único cine guarro de la ciudad donde acudían como a un refugio de resignados cadáveres otros ancianos como él, y también hombres jóvenes con espingardas envidiables y deseos de alivio urgente con soluciones sin protocolo. Pájaro que sale, pájaro que acaba en la cazuela de una boca anónima. Educado, pagaba su entrada, saludaba al amojamado portero, sonreía con resignado entusiasmo a los conocidos, y tanteando entre las tinieblas a veces iluminadas por el resplandor gimiente de la pantalla, se dirigía a las primeras filas, donde el ir y venir de sombras inquietas creaba un espacio de tranquila comodidad. Ya nadie lo molesta. Era como una columna, a nadie la llama la atención. Formaba parte del paisaje. Embobado, era el único espectador atento a las historias de la pantalla con sus incesantes exhibiciones de cuerpos dorados por una juventud en punta que entraba y salía de las dóciles oquedades de su actriz preferida, Katy Romero. Sus ojos de gata asustada, la sonrisa que a él se le antojaba triste, aquellos pechos tan bellos y perfectos, y tan desolados, aquel vientre de llanuras cósmicas, su flor rasurada, y su incomprensible entrega a aquel bestia rudo cuyo cerebro parecía tener la forma acerada de su potente vacuidad, volcada su energía en la única función posible, penetrar a Katy como a él le gustaría con esmerada delicadeza, pero no, se tenía que conformar con seguir la absurda trama con la asumida fatalidad de saber que hay impedimentos físicos por encima del deseo. Ni siquiera miró hacia atrás cuando notó una mano en el hombro, sabiendo que sería la de algún nuevo bujarrón o la de alguna meretriz marchita y desdentada que buscaba, a la vez, algo de dinero y un poquito de atención.

      -Soy Katy, le dijo la voz al oído. Vámonos de aquí.

      En la pantalla, un resplandor blanco ocupaba el testero sin imágenes. Detrás, ella. Vestida, hermosa, oliendo a campos de espliego y azafrán, mirándolo sin la fingida lascivia  que tantas veces le gangrenaba el alma porque sabía que allí no estaba el pedernal de su mirada, que Katy guardaba tesoros que la pantalla jamás descubriría. Se levantó como el que sabe que algún día tenía que ser, la cogió de la mano, se la llevó a las ingles para que fuera ella quien certificara el milagro de una dureza primaveral, y salieron a la calle como dos potrillos encendidos.  En la sala se quedó el bastón. ¿Pero a quién le hace falta cuando te quitan 30 años de encima?

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