Chavela
(Artículo publicado el sábado, 13 de abril, en diarios del grupo Prensa Ibérica)
Era una herida, Chavela Vargas tenía voz de herida
profunda, de manantial oscuro, era una niña-niño rebelde, hombruna. La
compositora Liliana Felipe decía que
estaba llena de coraje y rabia en el documental Chavela, de Catherine Gund
y Daresha Kyi en una coproducción
norteamericana, española y mejicana y que emitió La 2 el jueves, pantalla a la
que llegué por casualidad en un descanso publicitario de El hormiguero, que tenía de invitado, supongo que para divertirse y
para promocionar su último disco, Alejandro
Sanz. Nunca más volví al programa de Pablo
Motos. El pozo de luz y tristeza, de dura y buscada soledad de Chavela me
arrebató una vez más, y eso que la película no es una cumbre de la cinematografía
más allá de una sucesión de entradas de la cantante, de algunas amantes, de
amigos y amigas y de compositores y otros artistas. Pero el poder que tiene la
voz de esta señora sobre mí es portentoso. Y sigue intacto.
Se me olvidó
todo y no pude cambiar de canal. Para ser Chavela hay que ser más macho que los
machitos que la rodeaban, y en Méjico ser macho es condición nacional. En una
sociedad hipócrita como la suya sólo puedes ser lesbiana en el escenario, pero
abajo, en la vida real, Chavela no podía serlo. Aun así hizo con su vida lo que
le dio la gana –las cejas juntas de Frida
Kahlo eran golondrinas en pleno vuelo, dijo la cantante, que se quedó
fascinada con la pintora-. Hasta tal punto de casi arruinarla con la bebida. La
creyeron muerta. Hasta que en 1991, y luego en España, resucitó de su olvido
sin copas que llevarse al corazón. Almodóvar
tuvo mucho que ver en esa nueva vida. Cuando terminó Chavela en La 2 comenzó un especial en La 1 sobre elecciones. Uff.
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