martes, 16 de abril de 2013

Fotos sin salir de casa. Para ti, recién cortadas.



Para ti, recién cortadas

      Cuando críos, podíamos seguir las novelas de la radio andando por la calle. Con las puertas abiertas, era fácil escuchar los duros amores entre la bella y pobre, y el rico que se quedó prendado de la muchacha que entró como criada a la casa de sus padres. Cuando digo las puertas abiertas lo digo como suena. En el pueblo, las puertas de las casas estaban abiertas. A todas horas. Incluso de noche, me ha contado la familia. Quién iba a entrar para hacer daño a nadie. Recuerdo la tibia luz de los interiores y recuerdo a las vecinas detrás de la ventana preparando la cena, planchando ropa, o buscando algo en las diminutas y mal abastecidas alacenas. Y luego, en verano, todo el mundo tomando el fresco en la puerta de las casas mientras los jovenzuelos íbamos y veníamos de un juego a otro, o de una gresca a otra con los del barrio más alejado del tuyo.

      Hoy apenas se sienta nadie a la puerta, y por supuesto nadie deja su casa abierta todo el día. Un pueblo no es una ciudad, pero a veces también hay quien se ha llevado sorpresas. Ya se recela un poco del desconocido que merodea por la calle y que baja la cabeza cuando ve a alguien. Pero todavía no es dramático. A partir de este tiempo no es raro que al abrir la cancela de tu casa y llegar a la puerta, descorras la cortina y te encuentres una sorpresa recién cortada del campo. El otro día fue una bolsa llena de lechugas. Lechugas verdes y lechugadas rizadas de color morado. Alguien me las había dejado allí. Cuando retiré del pomo la bolsa, olía a tierra, a planta recién arrancada, ese olor que jamás encontrarás en nada que se compre en un supermercado.

      Las lechugas tenían ese aspecto untuoso que las hace tan apetitosas, frutos humildes que sólo piden ser lavados un poquito, espolvoreados de sal, y untados con la bendición de un chorro bueno de aceite virgen extra. Vamos, lo que toda la vida le ha echado uno al tomate, a la patata cocida, o con lo que toda la vida se ha comido uno los huevos, fritos con el aceite de los molinos del pueblo, cuando ni sabíamos que aquello era aceite de oliva virgen extra. A partir de este tiempo me encontraré en bolsas parecidas colgadas al pomo de la puerta los primeros tomates, los pimientos, las judías y berenjenas, el perejil, los duraznos cogidos esa misma tarde y llegados a tu casa sin tarjeta, sin firma. Luego, al día siguiente, pondrás nombre, cara y darás las gracias a quien tú ya sabes. El pueblo tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas.

      Para la foto de abajo sólo desbrocé un poco las lechugas, las coloqué en un frutero, y de ahí las cojo para ponerlas en la mesa, servidas como requieren, sin mucha tontería. 

Sin adornos, tal como quedaron las lechuguitas

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