El
ataque de las abejas
Ayer,
escribiendo la historia de un viaje adolescente a Madrid para conocer a Sara
Montiel, apenas me di cuenta de que la tarde caía demasiado deprisa. Pero no
era eso. Levanté la vista del ordenador y me quedé paralizado. En mi vida había
visto algo semejante. Al otro lado de la ventana una nube negra formada en
apenas unos minutos iba y venía con un brío desconocido y un zumbido que
atravesaba el doble cristal de la vivienda. Al principio me aterré, como cuando
no comprendemos lo que está pasando. Luego, embelesado en aquella plaga
bíblica, cuando descarté castigos de un dios sin ocupación de importancia, supe
lo que estaba pasando en mi casa, en la terraza. Vivía una descomunal
espantada, el viaje incierto de una comunidad en busca de mejor aposento, quizá
la íntima y atroz revolución en un panal cercano, el levantamiento y la
disidencia de una reina que decidió emigrar con sus fieles a otro territorio.
Hasta
que la reina no encontró el cobijo adecuado el trasiego sin descanso de la
colmena iba manchando la cal con pelotones de cuerpos aleteando como soldados
sin norte ni mando. Al fin, la reina encontró un lugar. El que menos me
esperaba, el que jamás uno hubiera tomado como vivienda. Un cactus. Un cactus
de finísimos pelillos que con sólo mirarlos se te clavan hasta en el cielo de
la boca. Y entonces todo empezó a tener sentido de nuevo. Lo que era una
revolución en toda regla se fue transformando en una densa amalgama de cuerpos
que cubrieron en un instante el nuevo reino en el que, ellas, y sólo ellas,
sabían dónde estaba la gran jefa. Bonito, pero uno no puede vivir con semejante
batallón dispuesto a defender su territorio con armas que te derribarían sin
que te diera tiempo a pedir ayuda. No quiero ni pensarlo.
Había
que hacer algo. Ya. Y llamé a quien hay que llamar. A un equipo de expertos
apicultores que saben manejar los desmanes de díscolas reinas. Sin salir de
casa, haciendo honor a esta serie de entradas, iba a vivir una emocionante
película. Me imaginaba su llegada, ya entrada la noche, bajándose del coche con
sus vestimentas herméticas, con caretas de rejilla fina cubriendo la cara, con
artilugios mecánicos para deshacer la madeja liada con pasión de amante fogoso en
el cactus enterrado en aquella pelota tan viva, y tal vez con mangueras de las
que saldría un humo adormecedor para aturdir a insectos tan levantiscos. Uno,
siempre, tan peliculero. Cuando llamaron al timbre, sabía que era el equipo.
¿Pero dónde están vuestras herramientas, vuestros monos protectores?, pregunté.
Creo que ni me entendieron.
Sin
guantes, en ropa de calle, sin cacharros para echar humo, sin gafas para
proteger los ojos. Nada. A pelo. Pidieron una linterna y que apagara las luces
de la terraza para tener sólo un foco que las atraería concentrándolas en esa
zona iluminada. En una caja de cartón abrieron un agujero minúsculo por el que
metieron a la reina después de dar con ella toqueteando el mazacote de abejas
que la protegían. Y de repente, como si un aspirador las succionara, miles de
criaturas trataban de entrar por aquella abertura como si atravesaran un túnel
que iba del cactus al nuevo panal. Mientras se iba produciendo aquel trasvase
ordenado pero febril, de una energía que asustaba, me contaron que ellos no se
dedican a la miel sino a la venta de abejas reina, a la venta de colonizadoras
de nuevos panales. Pasadas las diez de la noche, boquiabierto, me despedí de
ellos en la puerta de mi casa. Y sí, al entrar tuve una guerra furibunda con
algunas despistadas que se habían quedado zumbando alrededor de las lámparas.
Aunque si digo la verdad, yo creo que lo querían era rollo conmigo. Pero no
tenía yo el chichi para tanto tábarro.
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Al principio |
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Calentando el aire de la tarde |
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La cosa se va poniendo fea |
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Ya tienen refugio |
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El cactus se va tapando |
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Lo han enterrado |
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Hay que localizar a la reina |
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Localizada la gran jefa |
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Empieza el trasvase |
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Miles de abejas entran por un minúsculo boquete a la caja |
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El zumbido es inquietante |
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Casi está lista la nueva colmena |
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Ha terminado el rescate. FInal feliz. |
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