Mi gatita
Soy incapaz de
hacerle daño a un animal. No es una frase hecha. Cuando digo que soy incapaz de
hacerle daño a un animal quiero decir justo eso, que si voy caminando por la
calle y veo que una hilera de hormigas cruza la acera, tratando de alcanzar las
migajas de pan de alguien que se sentó allí para comerse un bocadillo en el
banco, mis pies saltan como si tuvieran un resorte para esquivarlas. Digo
hormigas por partir de animales pequeños, pero aunque la escala suba, mi
actitud con ellos es la misma. Tampoco soy un fanático. Si tengo moscas en
casa, las mato. Sin dudarlo. Lo que trato de explicar es que hacerle daño a los
animales por el hecho de hacérselo jamás lo hago, ni siquiera lo hacía de
pequeño, cuando aún no controlas la crueldad. De siempre me horrorizaron esos
juegos juveniles de caza del perro vagabundo, de tirar piedras a los gatos, de
subirse a los árboles para destripar nidos.
Por eso no
entiendo que haya gente que pague una entrada para ver cómo un tipo vestido con
ropa de fantasía apretada a su cuerpo, con un trapo rojo y una espada de filo,
asista al espectáculo bárbaro de matar a un toro en mitad de una plaza jaleado
por la muchedumbre. Pero ahora no hablo de eso, ni es el debate. Soy incapaz de
hacerle daño a un animal. Pero tampoco los quiero en mi casa. Tengo muchos
amigos que sí los tienen, y me gusta jugar y acariciar a sus perros, y no sólo
no me molestan sino que me parecen unas criaturas adorables, pero no para
convivir conmigo. No soy, por tanto, ni de perros, ni de pájaros en la jaula,
ni mucho menos de tener en tarros de cristal peces que se compran a saldo como
entretenimiento momentáneo de críos caprichosos.
En una época de
mi vida sí tuve gato. Gata. La Chocho. Muchas personas conocieron a La Chocho.
Era una más de la familia. Un día, cuando cumplía no sé cuántos años, uno de
los regalos me dejó perplejo, y en un primer momento horrorizado porque no
sabía qué era aquella bola de pelo blanco que me acercaban mis amigos con una
sonrisa en la cara. En un primer momento retiré la mano. Luego vi que era un
gatito pequeño, con apenas unos días. Una cosita de espuma que apenas podía
abrir los ojos. La cogí y desde instante vivió conmigo hasta que murió. Era una
gata persa señorial, elegante, cariñosa, limpia, educada, sibarita. Creció y se
hizo una dama. La Chocho recibía a las visitas remoloneando hasta que la cogían
en el regazo y la acariciaban. Eso sí, la señora perdía la compostura cuando
tenía el celo. Su desvergüenza nocturna era mi bochorno como vecino. Saltaba la
tapia del patio y se iba a buscar macho a los patios del vecindario.
Menos mal que
eran viviendas de urbanización y de allí no podía salir. Más de una noche,
algún vecino aparecía con La Chocho, que en verano se había colado al cuarto de
los niños o del matrimonio buscando… en fin, no quiero pensarlo. Mis amigos me
decía que si era liberal en costumbres por qué era tan estricto con la
virginidad de la niña. Muy fácil. O la niña se lo montaba con gatos persas, o
la niña moría en el parto. Así de claro. Le traje a uno a casa. Los chillidos
se oyeron en Sebastopol. ¿De placer y lujuria? Qué va. El gato estaba
acojonado. Se subió a la buhardilla, me destrozó revistas, arañó libros,
desgarró telas, se meó en rincones en donde permaneció su olor durante mucho
tiempo, pero a La Chocho, ni catarla. Aunque La Chocho quería, de eso no tenía
duda. ¿Fue un gatillazo gatuno sin importancia? No. Al gato no se le levantaba
la cosa. Luego supimos que el viaje había que haberlo hecho al revés. Es decir,
la gata visita la casa del gato porque si no, el gato se arruga, no se siente
dominante, y el pitillo dice que no.
Viendo el
desastre se llevaron al persa, La Chocho siguió dando alaridos en época de
celo, y un servidor pasaba con ella esas dramáticas calenturas como mejor
podía. Cuando me vine al pueblo La Chocho viajó no el mismo día del barullo del
traslado. Recordemos que La Chocho era una señora. Cómo iba a viajar en un
camión lleno de muebles, trastos, bolsas, centenares de cajas, cacharros. Sola.
La Chocho viajó en el coche de un amigo meses después cogida en brazos por otro
amigo cuando la nueva casa estaba lista. Y aquí se instaló. En dos días se
adueñó de su nueva residencia. Lo olió todo, lo husmeó todo, encontró el sitio
más cómodo para hacer sus cosas. Y volvió a ser la de siempre. Todos los amigos
me preguntaban por La Chocho como se pregunta por un crío, un familiar, alguien
del clan.
El día que
murió, tendida en el suelo del garaje, esperó a irse a que yo llegara a casa.
Cuando me la encontré así, con su barriguita bombeando muy fuerte al principio
y luego con debilidad de corazón gastado, me miró con su vista nublada, y
doblando su cabecita en mis manos, se fue. Me quedé helado. Una época de vida
se iba con ella. Un hermano mío me dejó un ratillo a solas con la criatura,
luego entró con un trapo blanco, y a modo de sudario la envolvió y la enterró
enfrente, en el balate que tengo al otro lado de la calle. Y ahí está. Entre
jaramagos, a la sombra de dos tronquitos de Brasil traídos de la otra casa,
sembrados en el pueblo, y acompañando a La Chocho, que ya no se meará en ellos
como a veces, pocas, hacía cuando era pequeñita.
Desde entonces
lo tuve claro. Soy incapaz de hacer daño a un animal. Pero en mi casa no quiero
ni uno.
Ahí, entre jaramagos, a los pies de los tronquitos, está La Chocho. Para siempre. |
Ay! Me he emocionado, por la Chocho y por los que yo he perdido. Me pasa lo mismo, no quiero ver morir a más gaticos en mi casa. Duele mucho
ResponderEliminarCuando la vi así, tirada y sin vida, lo tuve claro. Y así pienso seguir. Me miró, Rosa, esperó hasta que yo llegué para acariciarla. Luego se le nublaron los ojos y se perdió. Uff, qué va.
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