… y el agua
llegó al pueblo
No me gusta
fumar dentro de la casa. Tampoco en el estudio, arriba del todo, como un
palomar donde paso las horas del día entre mis libros, el ordenador, y unas
ventanas que me dan la vida porque sin apenas moverme lo que veo casi nunca es
igual. Cambia el color del cielo, la luz, y cambia de la noche a la mañana la
fronda imparable de los chopos, que van camino de ser esa selva verde y fresca
que aliviará en unas semanas la agobiante plasta del bochorno. Aquí trabajo, y
asqueado del ambiente irrespirable de mi anterior casa, donde se fumaba en
todas partes, con la peste nauseabunda de la nicotina pegada a las cortinas, a
las alfombras, a la ropa, al lomo de los libros, me dije que se acabó, que en
la nueva sólo se fumaría en la cocina, y con el extractor encendido, con las
ventanas abiertas, o en la terraza, que las hay amplias y ventiladas. Así que
en el estudio, nada de nada.
La otra mañana,
al salir a la terraza de la última planta a fumar, bajaba por el cerro de atrás
un coche. Tenía la cámara al lado y me dio tiempo de tomar la imagen de abajo.
No es una carretera. Es un caminillo por el que sólo pasa ese coche. Es el
coche del encargado de las aguas del pueblo, el que regula su potabilidad, el
que la mantiene en condiciones óptimas. Pero esa imagen hoy rutinaria
desempolvó en mi memoria otro tiempo. Es imposible olvidar el trasiego de
mujeres y niños cargados con garrafas, bidones, o cubos que iban de las fuentes
del Genil a las casas. Había otras fuentes en el pueblo, y de ellas bebíamos.
Era el tiempo en que nadie tenía caños de agua en su casa.
Sobre esto, en
el capítulo 8 de mi novela La gata negra
–Editora Regional de Murcia, 2004- escribí:
“El agua trajo
la dignidad del cuarto de baño, habitaciones a las que en un principio, sin
costumbre, se entraba para comprobar que estaba, que se podía usar a todas
horas y sus paredes protegían la intimidad, que el agua salía clara por el
grifo, que la gente podía asearse como lo hacían los personajes de las
películas, y también, a los pocos años, nadie imaginaba vivir sin él, como si
la desmemoria alcanzara a todos por igual y hubiera borrado el recuerdo de
agacharse sobre el muladar con los pantalones enrollados por las corvas o los
vestidos remangados hasta la cintura para que no rozaran la inmundicia”.
En aquella
época, el pueblo se levantó entero. Las calles se llenaron de zanjas que
embarraron aún más el acceso a las casas, como si las venas de un monstruo
quisieran entrar hasta tu puerta. Y me recuerdo abriendo y cerrando el grifo, y
no refunfuñando si mi madre me mandaba al corral, donde pusimos el primer manantial
que se abría o cerraba a nuestro antojo, para llenar una olla o el cubo para
fregar aquel suelo de cemento pulido.
Ahora, viendo
bajar el coche de los depósitos de las aguas que abastecen al pueblo, un tropel
de recuerdos se amontona. Y entre ellos, el alcalde que hizo posible que el
agua llegara a cada casa con su empeño de gran gestor, José Cuevas Pérez, don José, que además fue mi maestro. Con él,
andando el tiempo, tuve diatribas por diferencias políticas cuando este país
recobró la libertad. Pero de aquello hace muchos años, y está olvidado. Gracias
a su coraje, a su tesón, a su visión de futuro, al pueblo le llegó el agua, se
canalizaron las acequias que discurrían al lado de las casas, se construyó una
biblioteca que fue la envidia de la comarca, se arreglaron rincones, se
adecentaron empinadas cuestas que antes apenas podían sortear los mulos, y supo inculcar en los vecinos un amor, que
aún perdura, por la limpieza de las calles, por adornarlas con jardincillos y
hacer de este lugar un sitio del que sentirse orgullosos. Hace unos años moría
aquel hombre, pero su recuerdo y su estela permanecen en la memoria colectiva.
Sirva esta
entrada para recordar su labor, que tanto bien hizo al pueblo.
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