martes, 23 de abril de 2013

Fotos sin salir de casa



… y el agua llegó al pueblo

      No me gusta fumar dentro de la casa. Tampoco en el estudio, arriba del todo, como un palomar donde paso las horas del día entre mis libros, el ordenador, y unas ventanas que me dan la vida porque sin apenas moverme lo que veo casi nunca es igual. Cambia el color del cielo, la luz, y cambia de la noche a la mañana la fronda imparable de los chopos, que van camino de ser esa selva verde y fresca que aliviará en unas semanas la agobiante plasta del bochorno. Aquí trabajo, y asqueado del ambiente irrespirable de mi anterior casa, donde se fumaba en todas partes, con la peste nauseabunda de la nicotina pegada a las cortinas, a las alfombras, a la ropa, al lomo de los libros, me dije que se acabó, que en la nueva sólo se fumaría en la cocina, y con el extractor encendido, con las ventanas abiertas, o en la terraza, que las hay amplias y ventiladas. Así que en el estudio, nada de nada.
La otra mañana, al salir a la terraza de la última planta a fumar, bajaba por el cerro de atrás un coche. Tenía la cámara al lado y me dio tiempo de tomar la imagen de abajo. No es una carretera. Es un caminillo por el que sólo pasa ese coche. Es el coche del encargado de las aguas del pueblo, el que regula su potabilidad, el que la mantiene en condiciones óptimas. Pero esa imagen hoy rutinaria desempolvó en mi memoria otro tiempo. Es imposible olvidar el trasiego de mujeres y niños cargados con garrafas, bidones, o cubos que iban de las fuentes del Genil a las casas. Había otras fuentes en el pueblo, y de ellas bebíamos. Era el tiempo en que nadie tenía caños de agua en su casa.

      Sobre esto, en el capítulo 8 de mi novela La gata negra –Editora Regional de Murcia, 2004- escribí:
“El agua trajo la dignidad del cuarto de baño, habitaciones a las que en un principio, sin costumbre, se entraba para comprobar que estaba, que se podía usar a todas horas y sus paredes protegían la intimidad, que el agua salía clara por el grifo, que la gente podía asearse como lo hacían los personajes de las películas, y también, a los pocos años, nadie imaginaba vivir sin él, como si la desmemoria alcanzara a todos por igual y hubiera borrado el recuerdo de agacharse sobre el muladar con los pantalones enrollados por las corvas o los vestidos remangados hasta la cintura para que no rozaran la inmundicia”.

      En aquella época, el pueblo se levantó entero. Las calles se llenaron de zanjas que embarraron aún más el acceso a las casas, como si las venas de un monstruo quisieran entrar hasta tu puerta. Y me recuerdo abriendo y cerrando el grifo, y no refunfuñando si mi madre me mandaba al corral, donde pusimos el primer manantial que se abría o cerraba a nuestro antojo, para llenar una olla o el cubo para fregar aquel suelo de cemento pulido.

      Ahora, viendo bajar el coche de los depósitos de las aguas que abastecen al pueblo, un tropel de recuerdos se amontona. Y entre ellos, el alcalde que hizo posible que el agua llegara a cada casa con su empeño de gran gestor, José Cuevas Pérez, don José, que además fue mi maestro. Con él, andando el tiempo, tuve diatribas por diferencias políticas cuando este país recobró la libertad. Pero de aquello hace muchos años, y está olvidado. Gracias a su coraje, a su tesón, a su visión de futuro, al pueblo le llegó el agua, se canalizaron las acequias que discurrían al lado de las casas, se construyó una biblioteca que fue la envidia de la comarca, se arreglaron rincones, se adecentaron empinadas cuestas que antes apenas podían sortear los mulos,  y supo inculcar en los vecinos un amor, que aún perdura, por la limpieza de las calles, por adornarlas con jardincillos y hacer de este lugar un sitio del que sentirse orgullosos. Hace unos años moría aquel hombre, pero su recuerdo y su estela permanecen en la memoria colectiva.

      Sirva esta entrada para recordar su labor, que tanto bien hizo al pueblo. 

Esa imagen es hoy cotidiana. Es el control rutinario del estado de las aguas del pueblo. Pero cuando yo era un jovenzuelo, el agua se cogía de los pilares, o de las fuentes de venero que había por los alrededores.


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