Los
ojos de Sara
A la
memoria de Sara Montiel, la esfinge maravillosa,
el día
que se fue aunque no para siempre.
Debajo de los coches grasientos un par de
muchachos charlaban no de líquido de frenos sino de los ojos de Sara Montiel. El foso no era el lugar a
donde nos mandaba el profesor de mecánica para verle mejor las tripas a los
vehículos sino nuestro refugio adolescente para hablar de nuestras cosas. Yo
acababa de llegar del pueblo y para mí todo era nuevo, reciente, y de esa mujer
tan bella apenas sabía nada. Pero mi amigo era un experto. Dibujaba los ojos de
Sara y sus labios entornados con dos trazos y con los ojos cerrados. Aquello me
admiraba, y Sara Montiel se fue convirtiendo en un mito antes de saber qué era
un mito.
Mi
preparación en Granada como mecánico de automóviles –y por los puros que se
fumó la estrella que tengo el título en casa- fue un fracaso desde el primer
día que decidí iniciar mi formación como mecánico. ¿Qué mejor profesión podría
tener en la vida el hijo de un conductor del autobús de línea entre el pueblo y
Loja? Mecánico. Mis intenciones eran buenas, pero mi corazón tenía otros
planes. Cuando a los dos cursos comprobé que mecánico de automóviles era bajar
al foso y desencajar tripas de vehículos escacharrados, y ver cómo los dedos se
te iban congelando con la frialdad de muerto de los tornillos, supe que no
había nacido para ayudar así a mis padres. Pero también que había otro mundo al
otro lado de aquella nave, de aquel maestro de taller mendrugo y zafio que se
dejaba el cigarro en la boca hasta que la ceniza le caía como una nieve
asquerosa por la inmensa barriga de su repulsiva ignorancia. Me caló, nos caló.
Y creo que puso a chivatos a su servicio para saber de qué cojones hablan esos
de ahí abajo. De Sara Montiel, maestro, supongo que le dijeron. ¿De Sara
Montiel?, menuda zorra.
Al
momento supe dos cosas. Una, que aquel orangután conocía a Sara Montiel, y que
Sara Montiel era una puta. Salí reforzado. Si a un tipo así no le gusta esta
diosa a la que empecé a ver en revistas que mi amigo llevaba a las clases como
quien lleva una biblia prohibida, que me guste a mí dice mucho en mi favor. Era
de pueblo, pero llegaba a rápidas conclusiones que hacían de aquellos años una
carrera para saber no tanto lo que quería como lo que no quería. Yo no quería
ser como ese tragapanes grosero que paseaba su biliosa fanfarronería entre
chavales de dos tipos, los que le reían las bravuconadas, y los que nos
mirábamos de reojo como una consigna de nuestro asco reverdecido cada día.
El salto
que di de ese sistema educativo a la universidad no viene ahora a cuento, pero
lo que no quise perderme, a pesar de la certeza de que ya no volvería a
aquellas clases que vivía como una tortura sin consuelo, fue el viaje de
estudios programado nada menos que a Madrid. A Madrid. A donde vivían las
estrellas de la copla, donde se rodaban películas a todas horas, donde los
artistas seguro que andaban por las calles repartiendo sonrisas, firmas, quizá
besos y, quién sabe, tal vez cazando a jovencitos con ganas de dedicarse al
mundo del teatro, del cine. Por entonces ya había aprendido mucho, incluso
empezaba a leer con tímida ceguera a autores que jamás me dijeron que existían
en la escuela de formación profesional. También sabía que en el Café Gijón se
reunían algunos intelectuales en tertulias de mucho predicamento social, y que
los actores iban allí después de cerrar los teatros.
Lo que
no sabía era que mi amigo, y aún me sigo preguntando cómo, tenía la dirección
exacta de la casa donde vivía Sarita Montiel. Casi me desmayo. ¿Vamos a ir a la
casa de Sara Montiel? Y fuimos. Bajamos la Gran Vía, llegamos a la Plaza de
España, y estábamos tan nerviosos que para relajarnos tuvimos que caminar un
poco por los alrededores del templo de Debod, a escasos metros de la casa de la
Divina, como decía mi amigo. Jamás me hubiera atrevido a reprocharle lo que ya
entonces me parecía un exceso de entrega y devoción. Nunca fui un mitómano, no
soy lo que se dice un fan absoluto. Cuando joven tampoco, pero soy un amigo
leal, y si mi amigo se derretía cada vez que hablaba de Sara Montiel, yo
también. Para entendernos, hoy aquel amigo mío perdería la compostura, como
esas chicas demudadas, lívidas, llorosas y trastornadas que sólo con
mencionarles el nombre de Justin Bieber gritan y entran en un trance
adolescente en las pantallas de televisión que a veces se cura con el tiempo.
Como su
estado de nervios era tan extraordinario, y el mío era un reflejo condicionado
del suyo, ante la puerta de la estrella, supongo que después de sortear al
portero del edifico con carantoñas de jovenzuelos admiradores de la artista que
vivía en la finca, tuve que ser yo el que llamara al timbre porque él no se
atrevió a tocar, quizá, eso creo ahora, por no poner sus manos donde a diario
las ponía Sara. En ese momento, cuando se oyó el timbre vibrar en pasillos que
yo imaginé de terciopelo, profundos y envueltos en humo azul, suponiendo que la
diosa al escucharlo se levantaría de la cheslón con su desganada y pícara
sensualidad de estrella sin descanso, quizá pasando antes por el tocador para
recibir a la imprevista visita como sólo ELLA podría recibirnos, noté que mis
apenas 17 años se derrumbaban y no podían sujetar mi flojera y mi aturdimiento
de novicia. Veía sus ojos enormes avanzando como si flotaran en el aire, su
lengua de azúcar pesada chasqueando antes de decir ho-la, dejándose caer de un
lado, el más favorable, en el quicio de aquella mancebía que unos mocosos
estaban a punto de abrir.
Pero no.
Nadie abrió. Ni un rumor de voces, ni unos pasos sigilosos detrás de la puerta
para comprobar la calidad de la visita y descartarla sin miramientos, ni la
servidumbre, que de pronto se convirtió en una posibilidad aterradora al
servicio de la tranquilidad de la Señora, salió para decirnos que ELLA no estaba
en casa. Luego supimos que en verdad era así porque Sara Montiel se encontraba
rodando una película. Pero no podíamos dejar aquellos lugares de culto,
sagrados y venerados como se venera una deidad, sin recordarle a nuestra
memoria que sí, que fue cierto, que un día pisamos el suelo que a diario pisaba
Sara Montiel. Y nos hicimos una foto. No era una foto más. Era un trofeo.
En ese
mismo viaje, enterados de que Carmen
Sevilla rodaba en Barajas Nadie oyó
gritar, de Eloy de la Iglesia,
corrimos a por una firma. Y esta vez sí, hubo suerte, pero también esta es otra
historia. Era el año 1972, cuando de todo hace ya muchas décadas. Por cierto, por
mi amigo supe, fijándome con la atención del que aprende un secreto apenas
conocido, que Sara Montiel maquillaba sus ojos pintándose una raya blanca en el
párpado inferior. Años más tarde, y por azares en mi relación con el
catedrático de Historia del Cine de la Universidad de Murcia Joaquín Cánovas paseé por la ciudad con
la actriz, y como las divinas también han de comer, nos metimos en un bar y
pedimos cerveza y ensaladilla rusa. Estaba con Sara Montiel comiendo
ensaladilla rusa. Por supuesto no le referí la historia de aquellos
adolescentes que una vez fueron a la puerta de su casa buscándola como se busca
un regalo soñado. En ese momento, picando en la barra de un bar ensaladilla
rusa antes de presentar a la actriz en algún acto social, el nene que salió del
pueblo para ser mecánico de automóviles, tenía saturada su cuenta mitológica.
Hoy, en el día de su muerte, todos los recuerdos se han espabilado como la
yerba con el fresco rocío del verano.
Bella, sensual, un milagro en la pantalla. Aquí está cantando Lágrimas negras. |
Mirando ante la puerta cerrada de la diosa, que ese día rodaba una película fuera de Madrid |
Obsérvese al cazador de autógrafos con su libreta preparada mientras la maquilladora atusa a Carmen Sevilla. Estamos en el aropuerto de Barajas. |
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