El viaje II
El autobús enfiló la autovía cuando al
muchacho aún le quedaban unas horas de trabajo. Su rabo aún seguía tieso como
la primera vez, cuando se levantó del asiento con la polla fuera del chándal
buscando el coño de la blanca, despatarrada en los últimos asientos del
vehículo. La monja se remangó el hábito y ofreció su carne intacta rogándole al
dios negro que ni acabara dentro lo que tuviera que hacerle ni le manchara los
faldones para no tener que dar explicaciones a las hermanas, resabiadas y lagartas
que te ponen a mal parir en las horas de asueto dando vueltas al claustro, dijo
la sor al muchacho, que asintió diciendo sí con la cabeza y preparando el pájaro para colárselo por donde quisiera.
Por el culo, hermana, por el culo, le
aconsejaba una estiradísima viajera, que le dio la vuelta a la monja, le subió
el hábito al lomo, le pringó con un dedo ensalivado el ojete, y apartando la
mano del negro se hizo con la tranca acercándola al diminuto agujerillo de la
carmelita con magisterio de mamporrera curtida en establos de mucho trasiego.
Adelante, que aún te quedan unos cuantos viajeros, ordenó la señora. Aquello se
coló entero para asombro de los espectadores, que esperaban tensos el grito
desgarrado de la religiosa. Nada. Sólo unos tibios gemidos de divino placer que
acabaron con la monja vuelta hacia el chico para que por amor de dios no
intentara salirse. Pero el tiempo corría, y había que abreviar. Se acabó, hija,
se acabó, que quedan viajeros esperando, cortó en seco la mamporrera haciéndose
de nuevo con el todopoderoso, que estaba a punto de caramelo y fue colocado en
una de las bocas que esperaban con ansia su turno.
Con la última corrida, el muchacho lo
tenía claro. Sí, esto es el paraíso, ha merecido la pena cruzar países,
desiertos, pasar fatigas, jugarme la vida en el mar, pero aquí estoy,
follándome como un negro a estos blancos tan simpáticos. Al llegar al destino,
el policía se llevó al joven en un furgón por no tener documentos en regla. Los
viajeros bajaron del autobús buscando sus maletas, desapareciendo como sombras
entre el gentío sin mirar atrás. Rendido, el negro se quedó dormido junto al
policía, que notó cómo al chico se le abultaba el chándal y asomaba por la
cintura la cabeza de un pájaro de carbón que empezaba a volar, pero no estaba
dispuesto a que se escapara…
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