El bosque
interior
Es imposible, o
casi, no volver a las choperas. Lo hago hoy porque el otro día me aventuré como
hacía tiempo no lo había hecho. No para atravesarla sin más, camino de otro
lugar. Fui a buscarla. Quise sentirla. Escuchar su sonido. Sentir cómo la
bóveda de sus ramas no es una bóveda que aplasta. Desde fuera parece
impenetrable, pero su interior es otra cosa. Los troncos se elevan formando
arriba abigarradas filigranas, nervios que recuerdan el cielo de las catedrales
góticas. Jamás hay silencio en una chopera. Bueno, lo hay, pero tiene la
cualidad de las conversaciones apartadas. Se oyen crujidos, hojas rozadas por
el aire, copas mecidas sobre tu cabeza a una altura de vértigo y enigmas que te
inventas porque la chopera es un escenario que puede ser lo que tú quieras, de
intriga o lujuria, de misterio o revelación, de tortura o de gozo.
En esta época,
la chopera cría una pelusa que el viento mueve y lleva a los lugares más
insospechados. Esa especie de nieve gorda que vuela de aquí para allá dura unas
semanas. Al final, vencida por su peso, minúsculo y leve, pero peso, cae
rendida alfombrando el suelo con un manto blanco y esponjoso que cuesta
mancillar. Así, quieto, tiene la belleza del animal dormido. En ese interior,
siguiendo el camino que tanta gente pisa al atardecer, me metí. Cuando vas
solo, la sensación que tienes es distinta porque eres tú y lo que te rodea. Es
como un viaje a tu propia entraña. Al entrar, entras a una densa oscuridad
multiplicada por la claridad de afuera. Luego te vas acostumbrando y distingues
detalles, y más tarde, al fondo, adviertes el chispazo del atardecer, y empieza
el festival dorado, los reflejos imposibles, el juego de las sombras, el juego
de la luz.
A ese paseo te
invito en estas imágenes.
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Esta es una chopera pequeña, al lado del arroyo Talancos. Como una maceta grande puesta en una esquina de la vega. |
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Al fondo, a la derecha, la chopera de antes vista desde la vega, sembrada ahora de frutales, espárragos, patatas... |
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Copa de los chopos de la chopera en la que estoy a punto de entrar |
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Este muro enorme recuerda a las fortificacciones inexpugnables visto a lo lejos. Pero sin duda, esta pared te invita al paso |
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Estoy dentro. |
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Hileras perfectas de troncos que se entrecruzan a muchos metros de altura. |
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La bóveda verde te cubre en cuanto entras a la chopera |
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El suelo está blanco, mullido, como si una mano de nieve o algodón lo cubriera dando esa sensación de pureza jamás pìsada. Pero no, es la pelusa que va cayendo del propio árbol. Harta de dar tumbos, colarse por cualquier rendija, y poner al límite tu paciencia, al final se posa como una mosquita muerta. Y te desalma con esta imagen tan bella. |
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Los chopos se crían para ser cortados. Lo malo de esta época es que muchas de las choperas que se cortan no se están repoblando. Lógico. Una chopera sirve para hacer madera de ella, pero la construcción en el país está parada, así que la ola alcanza a muchos sectores. No se hacen muebles, ni puertas, ni cajas, ni vigas... |
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Estos interiores recuerdan a las estructuras góticas. |
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Cerca de la salida, al atardecer, la luz te deja sin palabras |
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De espaldas al sol |
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La del atardecer es la mejor hora para pasear por este bosque. Antes, cuando chico, las choperas eran más salvajes, llenas de taramas, de hojas secas, de matronchos, de yerba alta, y bajo esas capas de maleza se buscaban caracoles, y cagarrias, de la familia de los hongos, una delicia de las delicias deliciosas... |
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Vale, tal vez sea una cursilada, pero creo que merece la pena acabar así el paseo |
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O así. Así está la vega en esta época. |
Pero que fotos mas bonitas Cipri, me encantaría pasear por entre esas choperas.
ResponderEliminarGracias, Merche. Sí, es un placer en esta época pasear por su interior. Luego, en verano, el fresco es una delicia, pero sólo al atardecer, cuando el calor acumulado va soltando lastre. Saludos
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