Obra maestra
(Artículo publicado el jueves, 31 de julio, en diarios de EPI PRESS)
Llegué tarde, la
vi comenzar y la solté en los primeros capítulos, me reenganché hace dos horas,
y entonces me bebí la serie entera como se bebe un licor antiguo, como si
tuviera entre mis manos el antídoto del mal del aburrimiento, la píldora que te
señala el camino de la maravilla y la seducción. Es verdad que me lío con los
Siete Reinos, que no distingo Desembarco del Rey de Invernalia, que no me sé el
nombre de la saga de las casas que aspiran al Trono de Hierro, que a duras
penas he aprendido a distinguir a los más destacados de la Casa Lannister de
los de la Casa Stark, que tengo que mirar el nombre de la actriz que hace de Cersei
Lanister, el de su hermano Tyrion, el de Sansa Stark o el de Daenerys
Targaryen, la maravillosa Khaleesi, la Reina de dragones, la de Plata, pero sí
sé que cuando me pongo a ver Juego de
tronos se para el mundo.
La otra noche vi
el sétimo capítulo de la sétima temporada, y la estupefacción creciente estalló
cuando la pantalla se fue a negro y empezaba un año larguísimo de espera de la
octava y última. Hay escenas en ese capítulo, escenas entre la gran Lena Headey, la buenísima mala Cersei,
y su hermano, el enorme pequeño Peter
Dinklage, momentos de esta entrega entre Hit Karington y Emilia
Clarke, con sus cuerpos iluminados por la tenue luz de la pasión, un culo,
el de Kit, a la altura de la montaña de hielo que el dragón no vivo Viserion,
bueno, me callo, que no quiero adelantar nada si sigue la serie y aún no vio el
capítulo de larga duración El dragón y el
lobo que menciono, momentos, digo, escenas, repito, y giros de guión tan
inesperados que dejan al espectador pegado a la pantalla, bobalicón y con una
dependencia que sólo consiguen las obras maestras.
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