Los
calzoncillos
(Artículo publicado el sábado, 26 de octubre, en diarios de Editorial Prensa Ibérica)
En las series buenas todo se convierte en oro. Con las películas,
como saben, pasa igual. El vestido de Marilyn
levantado por los aires subterráneos de las calles de Nueva York, la espada
luminosa de sonido cortante de La guerra de las galaxias, o las joyas que lucía
como nadie Elisabeth Taylor. Hay
gente tan loca, tan entusiasmada con estos fetiches, que acaban en los platós
de televisión contando sus adicciones –lo de Belén Esteban es más prosaico- y riéndose de sus extravagancias,
eso que se conoce como friquis. Hace poco acababa una serie, Breaking Bad. No es una serie
cualquiera. Quizá sea una de las mejores de la historia de la televisión. Tengo
que decir que sus cinco temporadas me las metí en vena en unas cuantas
sesiones, como el yonqui que no puede dejar de inyectarse hasta que, rendido,
ya no le queda material.
Ante series como Breaking
Bad se crea todo un mundo de curiosidades, unas falsas y otras verdaderas,
justo lo que engrandece a los mitos. Hemos sabido que sir Anthony Hopkins, ese actor de mirada líquida capaz de fulminar el
plano, le escribió un correo al protagonista, Bryan Cranston, diciéndole que su actuación como Walter White es de
lo mejor que vio jamás. También hemos sabido que Breaking Bad, como no podía ser de otra manera, ha entrado en la
lista de series a imitar desde el lado gamberro de la vida. Se dice que se
prepara una versión porno de la historia, lo cual me lleva a pensar si no sería
descabellado ver liados, mientras se cuece la droga azul, al joven y al maduro.
Hay más. Hay quien puja por un manuscrito de John Lennon. Y quien lo hace por los icónicos gayumbos de Walter
White. Llegó tarde, ya están vendidos.
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