Ayana
(Artículo publicado el martes, 16 de agosto, en diarios de EPI PRESS)
No soy mucho de
ver deportes por televisión, pero es difícil no quedarte embobado si en la
pantalla aparecen hombres y mujeres que hacen de sus cuerpos y sus mentes, en
una maravillosa unión, unas herramientas capaces de ponerlo todo al límite.
Estoy viendo a ratos, según la hora, lo que está pasando en las Olimpiadas de
Río de Janeiro. Vi con un asomo de incredulidad, perplejo y encogido, el
triunfo dorado de Mireia Belmonte en
la piscina que le dio el oro, y comprendí la exaltación de los locutores de TVE
cuando al saber que la española se alzaría con el triunfo se desgañitaban. Vi
el triunfo contundente de Rafa Nadal
frente al francés Giles Simon. Y la
bajada en piragua, modalidad K1, de otra española que fundió sus lágrimas de
alegría con el agua del río de diseño cuando se hizo con la preciada medalla,
que besó Mailen Chourrat.
Pero me quedo
con otro momento. No estaba pendiente de la pantalla, pero la voz de los
locutores intuyendo que se estaban viviendo momentos históricos en la carrera
femenina de 10.000 metros me despertó la curiosidad. No tuvieron que señalar
otra vez a la mujer. La distinguí entre el resto de corredoras. Era Almaz Ayana. Los ojos como platos. Será
cursi, pero es una gacela corriendo sin inmutarse. Elegante, contundente, con
unos pies que parecen elásticos, con su cuerpo delicado, fibroso, su cabeza sin
apenas movimiento y sus braceos rítmicos, de una belleza matemática, me dejaron
boquiabierto. La etíope no parecía humana adelantando al resto de corredoras.
Claro que me la imaginé en sus entrenamientos corriendo por caminos
polvorientos, una más entre etíopes que dan su vida por ser los primeros.
Algunos lo consiguen. Y emboban al mundo. Como Ayana.
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