Gran
bluf
(Artículo publicado el jueves, 27 de febrero, en diarios de Editorial Prensa Ibérica)
Hace unos días
pasó por El Hormiguero una invitada
que no es actriz, no promociona su serie, no acaba de grabar un disco, no
estrena su última película, y ni siquiera hace bolos por los platós vendiendo
su último libro, justificación que sí se entendería si la invitada hubiera sido
Belén Esteban, escritora de éxito
atronador. Pero no, la invitada de la que hablo no ha hecho nada eso. Y fue a
lo de las hormigas de Pablo Motos,
un tipo al que si dejas de verlo un tiempo cuando vuelves a verlo lo notas
distinto, ya sea el pelo más, mucho más cardado, la barba más rala, y las patas
de gallo y las ojeras rodeándole una mirada siempre alerta, jamás relajada,
asustadiza, como el que no tiene confianza más que en sí mismo. Pasó por El Hormiguero María José Campanario. Su obra cumbre, por el momento, es la
tentativa de arreglarle a su mamá una pensión, pero la pillaron.
Otra de sus
grandes cumbres es ser esposa del Niño
de las Bragas, y formar parte de la saga familiar que tanto ha hecho por
degradar el aire de los platós, con la inestimable e imprescindible
colaboración de todas las cadenas, que siguen a la gresca por llevar a sus
mesas un trozo de carne, da igual que sea fresca o agusanada, de la familia Janeiro. La señora Campanario acudió a
la llamada de El Hormiguero sin
cobrar nada, han resaltado algunos medios, dando a entender que esta choni no
mueve un músculo si no le pagan, y hace bien, ahí estoy con ella. Aún así, la
ganadora de este circo es la Campanario, que enseguida se ha puesto a la altura
de Will Smith, Antonio Banderas, o Ferrán
Adriá. ¿Quién ha perdido? Sin duda la audiencia. Y El hormiguero, por estafarla y confundirla.
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