El
paseíllo
(Artículo publicado el sábado, 8 de febrero, en diarios de Editorial Prensa Ibérica)
Qué
putada. En el coche apenas se ve el tono del vestido, la finura del tacón, en
fin, que no es lo mismo ver a la infanta bajar despacio para no escoñarse viva
en la rampita, que hacerlo movilizada. Uno se había acostumbrado a ver la
monarquía subida a la pasarela, que si la pasarela del barco, que si la
pasarela de Marivent con la chiquillería avispada mamando desde chicos cómo se
hacen los queridos sin dar un palo al agua, que si la pasarela de la
inauguración del museo del pueblo, que si la pasarela del cuché porque la
infanta, los retoños, o el propio patriarca de la saga cumple años. El
populacho, dígase con el magistral asco que lo dice doña Francisca -María Bouzas, El secreto de Puente Viejo-, no esperaba algo así del santo
monarca. Ni de sus educados retoños.
Claro
que nadie contaba con que un tipo se empalmara al saberse duque. Estábamos
acostumbrados a pasarelas fosforescentes que nos enseñaban a Cristina de Borbón en programas sin
trascendencia, ya con niños, ya con su hermana Elena, tan atrevida en moda, tan la noche y el día, tan guapa una y
tan mala leche, dicen, la otra, y con tanto alpiste para los programas de
corazón, que para eso están las infantas, reinas, princesas, una
con un marido de sueño, sanote, yerno ideal, otra, bueno, con el otro. A lo que
el populacho no está acostumbrado es a que esta gente cambie tanto que tenga
que bajar por la pasarela del juzgado. Si esto pasa, esa gente se cagó en el cuento,
y en nosotros. Ya no son principitos. Nos quitaron la venda. Es una putada. Jamás
podíamos pensar que las hadas abrieran telediarios por meter la mano en lo
ajeno como quinquis vulgares.
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