El viaje I
-Fóllame. Ya.
El joven
negro no sabía español. Pero daba igual. Las miradas y jadeos de yegua en celo
de la blanca no necesitaban traducción. Los viajeros se quedaron mudos. Ella se
fue atrás, a los últimos asientos, vacíos. Se quitó la ropa. Se abrió de patas.
Y la flor palpitante le temblaba como un pajarillo aterido. El chico –había
subido al autobús, y antes de salir ya estaba dormido, un bello cuerpo
amodorrado y elástico, al que le brotaba del chándal una vara tan dura y
perfecta que parecía tener vida propia-, dócil, como sonámbulo, la siguió
aturdido y obediente con los huevos acobardados pero la polla apuntando al
sistema solar. Se la coló entera, tan dulce como el primer beso de un bebé.
Ella gritaba como jamás lo había hecho viendo por la ventanilla cómo los coches
que iban detrás se acercaban con peligro a la culata del vehículo, convencida
de que si hubieran podido, más de un conductor intentaría asaltar el convoy
como los indios la carreta de los vaqueros.
El chico se
la follaba como el que baila con pasos medidos, acompasados por un ritmo
celestial, ensimismado en aquella carne derretida y sumisa, acariciándole la
erección de unas tetas a la medida de sus manos de estibador sin importarle el
corro de viajeros que enseguida se formó a los lados, detrás, subidos a donde
podían, envidiosos, ensalivados de lujuria, organizándose como se organiza la
vez para comprar pescado, con conatos de discusión para ser el siguiente que
probara aquella polla abrillantada como el ébano más untuoso. Nadie se dio
cuenta de que el autobús se había parado cuando el chico salió del chocho
empapado de la blanca porque todos querían ser el siguiente. El conductor,
enérgico, mandó callar.
-O me folla a mí, o de aquí no salimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario