El niño del
zoco
Crucé la muralla
por una de las puertas que dan al mercadillo de frutas y verduras, donde los
campesinos traen en burros sus cosechas recién cortadas, expuestas con un
primor de comerciante altivo seguro de lo que vende. El humo azul de los
fogones iba y venía con el aire en remolinos que se filtraban por los techados
de cañizo que cubrían la calle amortiguando el sol de la tarde. Me parecía
verdad que me iba a comer el trozo de hígado asado que me brindaba el dueño del
diminuto cafetín, cuando ni siquiera tenía certeza de que el agua atravesara mi
garganta, que carraspeaba aún para limpiar el polvo que me había tragado en la
explanada de tierra donde carretas, mulos, burros, bicis, y taxis levantaban
sahumerios de tormenta. Deseaba encontrar un rincón tranquilo en una de las
callejuelas que da a esa calle principal para descansar un rato, dejar que
pasara el calor, tal vez dormitar sin que nadie me molestara. Frente a la
entrada de una mezquita, en un callejón de apenas dos metros de ancho, me
senté. Aunque el bullicio no cesaba en la vía principal, una cuesta
serpenteante a la que abrían sus puertas comercios de todo tipo, en este
callejón encontré un poyete para descansar a la sombra. Un tropel de críos se
oyó al fondo, en la penumbra de la callecita. Reían, se tropezaban, y llamaban
a los rezagados por su nombre. Luego volvían sobre sus pasos y se alejaban de
donde me encontraba sumidos de nuevo por una oscuridad total, como de cueva,
agradecido de volver a la tranquilidad que fui buscando. Creo que me quedé traspuesto con la espalda
apoyada en la pared, la cabeza inclinada sobre el libro abierto entre mis
manos, y el sabio fresco que llegaba de las viviendas más profundas de aquella
arquitectura de adobe enmarañado y sin tiempo. Un murmullo de risas infantiles
me espabiló. Me había quedado frito. Quizá cinco minutos, media hora, no sé.
Enfrente, sentados a la puerta de la mezquita, en el escalón más alto, un grupo
de niños y niñas de no más de doce años. Sin mover la cabeza, mirando desde mis
gafas de sol, como si aún dormitara, me quedé paralizado. En mitad del corro de
críos, otro de unos quince años, con el pelo rizado y una sonrisa de diablillo
venerado, organizaba el turno para que tocaran con devoto candor su flauta, una
polla que los demás besaban, movían, y chupaban con bruscas acometidas entre
risotadas, jugando a descubrir un mundo que les fascinaba sin saber aún por
qué. La polla del niño no era grande, era un despropósito que le rozaba la
tetilla.
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