El milagro
de la sala X
Hacía tanto tiempo que ni se acordaba desde cuándo no
se le empinaba. Pero se pulía la pensión yendo cada día a la Sala X para ver en
otros un fuego llameante que en él ya no era ni rescoldo. Torpe, contrariado
por la humillación de haber claudicado en el uso del bastón, llegaba al único
cine guarro de la ciudad donde acudían como a un refugio de resignados
cadáveres otros ancianos como él, y también hombres jóvenes con espingardas
envidiables y deseos de alivio urgente con soluciones sin protocolo. Pájaro que
sale, pájaro que acaba en la cazuela de una boca anónima. Educado, pagaba su
entrada, saludaba al amojamado portero, sonreía con resignado entusiasmo a los
conocidos, y tanteando entre las tinieblas a veces iluminadas por el resplandor
gimiente de la pantalla, se dirigía a las primeras filas, donde el ir y venir
de sombras inquietas creaba un espacio de tranquila comodidad. Ya nadie lo
molesta. Era como una columna, a nadie la llama la atención. Formaba parte del
paisaje. Embobado, era el único espectador atento a las historias de la
pantalla con sus incesantes exhibiciones de cuerpos dorados por una juventud en
punta que entraba y salía de las dóciles oquedades de su actriz preferida, Katy
Romero. Sus ojos de gata asustada, la sonrisa que a él se le antojaba triste,
aquellos pechos tan bellos y perfectos, y tan desolados, aquel vientre de
llanuras cósmicas, su flor rasurada, y su incomprensible entrega a aquel bestia
rudo cuyo cerebro parecía tener la forma acerada de su potente vacuidad,
volcada su energía en la única función posible, penetrar a Katy como a él le
gustaría con esmerada delicadeza, pero no, se tenía que conformar con seguir la
absurda trama con la asumida fatalidad de saber que hay impedimentos físicos
por encima del deseo. Ni siquiera miró hacia atrás cuando notó una mano en el
hombro, sabiendo que sería la de algún nuevo bujarrón o la de alguna meretriz
marchita y desdentada que buscaba, a la vez, algo de dinero y un poquito de
atención.
-Soy Katy, le dijo la voz al oído. Vámonos de aquí.
En la pantalla, un resplandor blanco ocupaba el
testero sin imágenes. Detrás, ella. Vestida, hermosa, oliendo a campos de
espliego y azafrán, mirándolo sin la fingida lascivia que tantas veces le gangrenaba el alma porque
sabía que allí no estaba el pedernal de su mirada, que Katy guardaba tesoros
que la pantalla jamás descubriría. Se levantó como el que sabe que algún día
tenía que ser, la cogió de la mano, se la llevó a las ingles para que fuera
ella quien certificara el milagro de una dureza primaveral, y salieron a la
calle como dos potrillos encendidos. En
la sala se quedó el bastón. ¿Pero a quién le hace falta cuando te quitan 30
años de encima?
Colosal. Te sigo querido amigo
ResponderEliminarMuchas gracias,Ángela. Me gusta que te guste.
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