Attenborough
(Columna publicada el sábado, 7 de setiembre, en diarios de Editorial Prensa Ibérica)
En mi vida había oído hablar del tamarino león negro. Viendo La 2,
y escuchando a David Attenborough,
ya saben, el divulgador científico naturalista, aprendo que es un animal
diminuto, mamífero, de la familia de los primates platirrinos, y que está que
no está, o sea, en peligro de extinción, como la honradez de algunos políticos,
o como el sentido de la verdad de Mariano
Rajoy, que no es, ni de lejos, un tamarino león negro. En los Grandes Documentales de La 2 se aprende
mucho, como todos sabemos y todos vemos, es más, de ver, todo el mundo ve La 2.
Pero no hablo de eso. Hablo del espacio que le montan a Attenborough. Se llama El arca de David Attenborough. Con
semejante nombre es fácil imaginar de qué va. Así es. De los animales que el
científico llevaría en su arca si tuviera que conservar sólo a diez.
Junto al colega tamarino, al que le cojo cariño, nos habla del
rinoceronte de Sumatra, del que apenas existen unos centenares. Y del
solenodontes, un bichejo que vive en la República Dominicana con una nariz
picuda, como de mentiroso compulsivo, vamos, como alguna señoría que se pone
burra en cuanto le ponen un micrófono delante. Pero tampoco quiero hablar de
eso. El siguiente animal es un anfibio llamado proteo, de patas finísimas y
cuerpo larguísimo, feo con cojones, pero con una solera biológica que alcanza
los 190 millones de años. Mucho más que la solera de la pijobarbietraidora Loli Cospedal. No me hagan caso, de
esto tampoco quiero hablar. El arca se completa con otros seis animalejos. Cada
bicho vive en una punta del mundo. Attenboroug no sale del Museo de Historia
Natural de Londres. Él también está en extinción.
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