El obispo
Artista invitado de ilustración, Miguel Fructuoso
El obispo era inflexible, dogmático, un espíritu
sacrificado que se tomaba muy en serio su trabajo. No había forma de
convencerle para que levantara la mano en la criba porque el seminario se
despoblaba cada año un poco más. Ni caso. A final de curso, con el boato que
corresponde a su dignidad, bajaba del vehículo cuando el chófer le abría la
puerta con elegantes reverencias justo al principio de un caminillo de
yerbabuena que el remolino de sus faldones espabilaba dejando en el recorrido
hasta el vestíbulo del centro un aire perfumado que sólo un santo podría
despertar. Un besa anillo rápido, unas bendiciones esbozadas en el aire, y
desaparecía en la sala que le tenían preparada. Tensa espera. Nadie podía
entrar. A la media hora, puntual, el chófer de su Ilustrísima se asomaba a la
puerta, y mirando a los chicos con grave parsimonia, decía:
-Que pase el primero.
El seminarista, medio aturdido por la emoción, entraba
buscando al obispo. Pero no estaba. En su lugar, una señora elevada sobre
tacones de aguja, liguero matador sujeto con lazos de encaje en un primoroso
pellizco al filo del tanga vaporoso, y un corpiño que resaltaba las carnes de
nácar en mitad de unos labios de rojo picarón y unos párpados con brochazos de
azulete sin medida. Un putón. A ver, muchacho, dijo su Ilustrísima con voz de
trasnochada cupletista, híncamela aquí, señalaba con el dedo tieso su boca, que
echaba un chorro de humo lánguido, o aquí, dándose la vuelta para enseñarle las
carnes blancas de sus tocinos anhelantes, acércate, hombretón, y dame lo que ya
veo crecer como corresponde a un soldado que lleva tiempo sin descargar, ven,
dámela, deja que sea ella y no tú quien decida, canalla. El obispo se tragó de
un sorbo el rabo del seminarista, que en uno de los estertores le quitó la
peluca, lo volteó sobre la mesa, y le metió la cosa por donde era menester.
Diez pollas probó el alto clérigo. Despatarrado por la durísima jornada,
colérico, vociferante, abandonó la sala recomponiendo sobre la marcha los
arreos de su dignidad, el crucifijo al cuello, el anillo, el báculo convertido
en un cayado de gañán amenazante, y una advertencia que sonó como un látigo en
el vestíbulo del seminario.
-Ninguno ha pasado la prueba. Todos han claudicado
arrastrados por el deseo de una carne tentadora, sí, pero falaz y endemoniada.
Ah, tú, el de bozo de seda, déjalo todo y sígueme, que este chófer ya no me
vale, con lo que era.
Diferentes pollas del semín ario, ilustración de Miguel Fructuoso |
MIGUEL
FRUCTUOSO
(MURCIA 1971)
Pintor.
Vive y trabaja en Beniaján.
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