Marisa Paredes
(Artículo publicado el martes, 6 de febrero, en diarios de EPI PRESS)
Qué alegría. Marisa Paredes, Goya de Honor de
nuestro cine. Creo que es un honor incuestionable, no sólo para ella, que vi
cómo lo agradecía en un previo del Telediario,
sino un honor para nuestro cine. No es vanagloria, pero tuve hace unos años
mucho roce con la gran actriz, que desde la plaza Santa Ana, en Madrid, en la
portería de su edificio, veía cómo llegaban al Teatro Español los actores antes
de la función, y ella, pequeña, lo tenía cada vez más claro, quería ser actriz.
Es cuando, dice la leyenda, su padre le dijo, ¿pero qué se ha creído esta niña,
que es el Lola Flores? No fue Lola
Flores, fue mucho más, fue Marisa Paredes. Se le ha considerado una actriz
divina, altiva, fría, distante, y es posible que todo eso imprima a sus
personajes, eso y ese punto de cómica arrogancia, de ordinaria exquisitez
salpicada siempre por una elegancia extrema, radical y natural.
Conocí a Marisa
gracias al profesor Joaquín Cánovas,
Universidad de Murcia, y fue en la Semana de Cine Español de esa ciudad, en
1986, cuando me dejó arrobado como la Griselda de Tras el cristal, de Agustí Villaronga, una joya asfixiante,
un artefacto perfecto de oscuridad, un retrato terrible de la condición humana.
Luego, para resumir sus excelentes años de teatro, incluidos los míticos Estudio 1, vino Almodóvar y la convirtió no en una chica más sino en su musa, y de
su mano fue Sor Estiércol, Vicky del Páramo, o Huma Rojo. Por cierto, la gala, con
Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes, para olvidar. Sosa,
desganada, y pelma. La peor gala en años. Le quitas a Paquita Salas, y te
cortas las venas. Que san Luis Larrodera,
maestro en el FesTVal, obre el milagro. Hasta Marisa Paredes estuvo mal. Ni
se emocionó ni emocionó. Qué desastre, coño.
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