Fernando
Argenta
(Artículo publicado el jueves, 5 de diciembre, en diarios Editorial Prensa Ibérica)
Hubo un tiempo en que no sabía quién era. Pero recuerdo que lo
escuchaba en una radio pequeña en los cerros, detrás de mi casa. Escuchar a Mozart o a Bach en las tardes de la reciente primavera era uno de los regalos
que me hacía retirándome hasta ese mundo que parecía hecho a mi medida con un
nombre que se hizo familiar, Clásicos
populares, de Radio Nacional de España. Tampoco sabía que el hombre que
hablaba de Vivaldi o de Puccini contando anécdotas de su vida y
entrando en intimidades para humanizar sus cerebros geniales, dirigió Radio 1 y
se llamaba Fernando Argenta. Luego
le perdí la pista. Hasta que un día, en La 2, cuando ya se publicaba esta
columna, me encontré con El conciertazo,
que tanto, y tan bien, me recordaba a Clásicos
populares.
De repente recuperé aquellas tardes de juventud, le puse cara a su
voz, y conocí otra voz que me fascinaba, la de Araceli González Campa, que también saltó a la pantalla. El conciertazo fue una apuesta firme,
divertida, de país civilizado, de televisión pública, por la música clásica
como auténtico disfrute convertido en espectáculo sin el envarado corsé de una
mal entendida, por exclusiva, oferta cultural para gustos exquisitos. Hice un
Maldeojos apasionado, y Fernando Argenta, humilde, me escribió dándome las
gracias no por su trabajo, decía, sino por lo que suponía de apoyo a su tarea
divulgadora y de educación musical. Fernando murió el martes. Permítanme una cursilada,
pero seguro que algún genio le habrá escrito ya, con pompa y circunstancia, un
conciertillo de bienvenida al reino de los buenos.
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